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Cicatrices de Tinta

Los dioses del storytelling, esas deidades caprichosas que dispensan inspiración como lluvia en desierto, parecen tener una preferencia morbosa: favorecen a los heridos.

No a los catastróficamente destrozados, pues estos quedan mudos; ni a los levemente rasguñados, cuyos cuentos resultan tan profundos como charcos en acera. Su bendición cae sobre aquellos cuyas heridas han cicatrizado lo suficiente para tocarlas sin desmayarse, pero aún duelen cuando cambia el clima emocional.

Nuestros fracasos, esas pequeñas muertes cotidianas, fermentan con el tiempo hasta convertirse en el vino más potente para las historias que realmente importan. La traición que te dejó plegado como origami mal hecho. El proyecto que colapsó tan espectacularmente que los escombros aún brillan en tus pesadillas. La conversación donde enterraste tus verdades bajo una avalancha de palabras socialmente aceptables.

La paradoja del narrador es que precisamente aquello que menos deseas recordar contiene tu material más valioso. Como los antiguos kintsugi japoneses, que reparan cerámica rota con oro, tus grietas narrativas no son para ocultarlas sino para iluminarlas.

La vulnerabilidad calculada —no la exhibición sangrante ni la asepsia emocional— es la alquimia que transforma el plomo de tu dolor en el oro de una historia que otros atesorarán.

No es casualidad que las cicatrices y los pergaminos compartan cierto parecido; ambos son registros indelebles de aquéllo que sobrevivió.