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Amantes de Primer Capítulo

Existe una especie particular de narrador —tan común como las estrellas en el firmamento literario y tan consistente como los impuestos— que colecciona primeros capítulos como monarca victoriano acumulando colonias: con voracidad insaciable y sin plan alguno para su mantenimiento.

Estos jardines de historias interrumpidas florecen brevemente bajo la luz de la inspiración inicial. Documentos digitales perfectamente nombrados y fechados, que descansan en carpetas tan organizadas como abandonadas. Una necrópolis de narrativas con enorme potencial, donde cada archivo es una lápida que reza: “Aquí yace una idea brillante que murió de soledad a los tres días de vida”.

La seducción del comienzo es comprensible. El primer capítulo es el baile de máscaras donde todo es posible y nada duele aún. La página veinte, en cambio, es donde la trama ya exige compromiso y los personajes empiezan a quejarse de que no les has dado suficiente profundidad.

La cura para esta afección no es la disciplina brutal ni la flagelación creativa. Es reconocer que terminar una historia mediocre enseña más que abandonar doce obras maestras potenciales. El músculo narrativo que necesitas ejercitar no es el que inicia, sino el que persevera cuando la novedad se ha desvanecido como el rocío matutino bajo un sol inclemente.

Comienza mañana una historia pequeña. Y prométele, como a una amante que merece más que tus falsas promesas, que esta vez te quedarás hasta el amanecer.